martes, 6 de octubre de 2009

Los Imbatiables III - "Mijitos, que se van a empapar"

La noche que vinieron a buscarme para meterme preso cayó un aguacero de los que no se olvidan. La policía tocó en la puerta y mi hermana saltó de la mesa, cogió la latica donde guardabamos el dinero de las apuestas y se metió corriendo en un cuarto que había al fondo del pasillo que atravesaba la casa y que usábamos para guardar trastos, no sin antes dejar un reguero de billetes por todo el suelo que no tuvo tiempo de recoger.

Ya mi madre, que ignoraba lo que hacíamos en ese momento, había abierto la puerta e invitado a los dos policías a entrar:

- Entren, mijitos, que se van a empapar-, les dijo.

Ya dentro de la casa, uno de ellos, con voz grave, preguntó por mí. Mamá me dió un grito y, adentrándose en el pasillo, abrió de par en par la cortina que separaba la sala del comedor. Allí me encontraba yo, tirado en cuatro patas sobre el suelo, tratando de recoger los billetes que se le cayeron a mi hermana.

- ¡Quédese quieto, ahí mismo, quédese quieto! – me dijo el portador de la gruesa voz, llevándose la mano a la cintura, y colocándola justo en el sitio donde tenía la pistola.

Uno de los records que ostentaba yo en los campeonatos entre los diferentes barrios de Matanzas era la velocidad que desplegaba de home a primera. Igual con un roletazo al cuadro, con un toque de bola que con un batazo largo a los jardines, mi reacción tras batear era correr a toda velocidad para alcanzar la primera.

Eso fue lo que me vino a la cabeza cuando aquel policía me dijo “quédese quieto”... Como un bólido me desprendí a correr por el pasillo, seguro de que alcanzarme sería imposible para el guardia aquel, empapado en agua y con el uniforme cargado de tarecos reglamentarios. Ya casi alcanzaba la puerta del cuarto por donde desapareciera mi hermana, cuando esta, al parecer procurando recoger los billetes que había desparramado, abrió la dichosa puerta, ý quedó a la vista, también gateando y recogiendo el dinero.

Su visión duró en mis ojos menos de un segundo: la puerta me dió de lleno en la cara y ahí mismo acabó mi carrera. Caí al suelo con el rostro sobre los billetes, que uno tras otro se iban pegando a la sangre que brotaba de mi nariz.

Sentí que alguien tiraba firmemente de mis brazos. Un frío metal de esposas aprisionó mis manos. Un instante antes de desmayarme, escuche a mi madre que decía, dirigiéndose a los policías:

- ¡Ay, mijitos, no se lo lleven así, abajo del agua, que se puede resfriar... ¿por qué no se toman un cafecito y esperan a que escampe?!...

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